Cuando se habla de cambiar nuestro modelo de crecimiento, el discurso suele referirse a la necesidad de avanzar hacia una economía con mayor peso en actividades con nivel de productividad y de contenido tecnológico superior, lo que no es fácil ni rápido. Sin embargo, existen políticas horizontales que pueden facilitar este tipo de transición, y que en cualquier caso deberíamos acometer, tanto más cuanto sus impactos se pueden manifestar en breve plazo y pueden resultar muy tangibles. La Ley de Economía Sostenible pretende un cambio del modelo económico, la renovación de un modelo económico que ha de ser sostenible en tres dimensiones clave: sostenible medioambientalmente; sostenible económicamente a medio y largo plazo, esto es, basado en la economía del conocimiento y la innovación; y sostenible socialmente, que favorezca el empleo estable, la igualdad de oportunidades y la cohesión social.
Sin embargo, un crecimiento diversificado y sostenible no ha de recaer solamente en ciertos sectores intensivos en innovación y respetuosos con el medio ambiente, sino en un concepto más amplio de desarrollo sostenible: facilitar el desarrollo de actividades nuevas, sí, pero también a través de un modelo que se base no en la expansión, sino en la inclusión social. El reto ahora pasa por crear los incentivos necesarios para proceder a una reestructuración inclusiva de todos los sectores económicos. Desde medidas de discriminación positiva, pasando por incentivos fiscales para la creación y mantenimiento de empleo, capacitación de mano de obra, incorporación de criterios de inclusión social en el Fondo estatal para el Empleo y la Sostenibilidad o en el Fondo para la Economía sostenible de la Ley con el fin de financiar actividades con capacidad de generar inclusión social, o la mejora de la sostenibilidad de actividades tradicionales o nuevos nichos de mercado (donde por ejemplo, el desarrollo de servicios sociosanitarios como los vinculados a la atención a la dependencia sería un buen marco para la inclusión social tanto desde la oferta como desde la demanda).
El tránsito hacia una configuración del empleo que haga desaparecer la precariedad laboral y asegure una configuración inclusiva requiere que se actúe sobre varias dimensiones:
a) si el modelo productivo ha de fomentar la competitividad empresarial y el incremento de la productividad, ha de valorar más los conocimientos, la cualificación, el esfuerzo y el desempeño de los trabajadores y por tanto, establecer un sistema flexible de acreditación y reconocimiento de las competencias profesionales. Ello contribuiría a reducir la rigidez salarial y la existencia de un mercado de trabajo dual ajeno a los méritos y la cualificación profesional;
b) las diferencias y desigualdades sociales que configuran el orden social extralaboral (género, origen, etc.,) han de conformar también la regulación del empleo y de la protección social; y
c) una mayor sensibilización por parte de sindicatos y patronal hacia las cuestiones de sostenibilidad e inclusión social.
Este cambio de modelo hacia la inclusión social, y época de crisis económica y financiera, necesita pocos cambios institucionales. No se necesitan más recursos públicos ni privados. Si bien la intervención pública puede tener un papel promotor decisivo –hasta ahora la intermediación pública de las colocaciones ha sido el 10% del total-, los casos de éxito muestran que ha sido la iniciativa de empresarios comprometidos la determinante para que estas iniciativas lleguen a buen puerto.
En este contexto, cuando nos referimos al mercado de trabajo como mecanismo de inclusión social, las iniciativas que incidan en el mercado de trabajo han de dotarle de mayor flexibilidad pero también en condiciones más justas. Es decir se trata de buscar un mercado más flexible pero al mismo tiempo más estable y sostenible: hay que aumentar la estabilidad en el empleo pero mejorando la eficacia del mercado en la distribución del trabajo, ajustando las bolsas de desempleo, adecuando la oferta y la demanda del trabajo, y que los que se encuentran en riesgo o situación de exclusión social accedan también a un empleo. Y aquí, aunque todavía nos cueste reconocerlo, el papel de las empresas de inserción y de los negocios inclusivos está llamado a cobrar cada vez mayor relevancia.
Si bien las empresas de inserción surgen como mecanismos de acción social, encaminadas a resolver de manera activa los desajustes del mercado de trabajo, su coordinación con políticas sociales asistenciales y las orientadas al mantenimiento del empleo junto con el acompañamiento de medidas de integración social pueden configurar un bastidor de iniciativas que reduzcan el riesgo de pobreza de distintos sectores de población. Trasladado al ámbito de las políticas públicas, conlleva una visión transversal que implique a Administraciones con competencias diferentes en la búsqueda de objetivos con elementos de intersección comunes.
Por su parte, los negocios inclusivos, desarrollados con éxito en otros contextos geográficos de países de rentas bajas y medias, pueden confluir con aquéllas desde estrategias de Responsabilidad Social Empresarial, con esquemas organizativos y productivos bien distintos.
Y es que, en definitiva, una economía no puede ser sostenible si para aumentar la riqueza seguimos aumentando en la misma proporción la exclusión social.