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Muchas cosas resultan prodigiosas e increíbles para muchos. ¿Qué hecho no parece extraordinario cuando se conoce por primera vez? ¿Cuántas cosas no se consideran imposibles antes de que sucedan?”, reflexiona Plinio en su Historia natural, escrita hace casi 2.000 años.

Hoy, 20 siglos después, la certera sentencia del ilustre latino sigue teniendo actualidad: nadie duda ya de que –agotadas las ilusiones básicas– estamos viviendo un cambio de época y, como siempre parece ocurrir en circunstancias parecidas, frente a culturas rancias y desvitalizadas aparecen nuevos e increíbles paradigmas y, en una transición que nos demanda con urgencia un cambio de valores, la vida debería recuperar espontáneamente todo su energía; las personas, el centro del universo; la ciudadanía, el protagonismo que nunca debió perder, y los que nos dirigen recobrar –y no otro es su destino ni debería ser su afán– el poder transformador de la política y la obligada función social que en este tiempo corresponde a las empresas y a las instituciones.

Esa catarsis o ese prodigio, y seguramente no otro, es el principio del progreso económico y del desarrollo social, y la razón última de que los seres humanos sigamos avanzando para poder compartir esperanzas.

Como ocurre cada dos años, Unicef Comité Español acaba de hacer público el informe La infancia en España 2014. El valor social de los niños: hacia un pacto de Estado por la infancia. Merece la pena, pensando en nuestro futuro común como país y en el respeto que nos debemos como personas, detenerse en su lectura y analizar algunas de las afirmaciones y de las cifras que el informe contiene porque, además de increíbles, parecen imposibles, pero no es así.

En España, la pobreza tiene rostro de niño y, aunque el dato sea aterrador y cierto, más para un país industrializado y pretendidamente moderno, todos debemos ser conscientes (y avergonzarnos) de que 2,3 millones de niños y niñas viven a nuestro lado en riesgo de pobreza, un 27,5% de la población infantil. Como consecuencia de la crisis, pero no solo por ella, la brecha entre niños pobres y ricos cada vez es más ancha y la desigualdad, aunque también parezca increíble, se ha cebado especialmente con ellos y se ha instalado de forma natural entre todos nosotros. Pareciera como si los adultos nos hubiéramos conformado con este escenario y, haciendo dejación de nuestra propia dignidad, hubiéramos decidido aprender a convivir con esa lacra, olvidando que la desigualdad es el talón de Aquiles de la economía moderna, pero también el germen de una sociedad cada vez más pobre donde el progreso, el desarrollo integral de las personas y el futuro parecen no tener cabida.

Somos un país con muy bajos índices de natalidad y, curiosamente, no hemos sido capaces de implantar, como nuestros vecinos europeos, políticas públicas que nos ayuden a poner en valor a la infancia y a la familia y a incrementar la tasa de fecundidad (1,32 hijos por mujer), una de las más bajas del mundo. Si no ponemos remedio, si no hacemos nada, España perderá algunos millones de habitantes, muchos de ellos niños, en los próximos diez años.

Nos hemos olvidado de la educación, lo menos material que existe pero el más poderoso instrumento de transformación social: el que hace posible que los vicios individuales se transformen en bienes colectivos y el propósito en acción, la debilidad en fuerza y las palabras en hechos y no en retórica. A pesar de que la educación es uno de los derechos que más capacidad tiene para romper el círculo de la pobreza, de la desigualdad y la exclusión social, las tasas españolas de fracaso y abandono escolar, por encima del 23%, son de las más altas de la Unión Europea, lo que contribuye a incrementar la inequidad de un sistema educativo en el que se multiplica por cuatro el riesgo de pobreza para los niños cuyos padres solo han terminado la enseñanza secundaria obligatoria.

Estamos invirtiendo insuficientes recursos en políticas de infancia, casi un 15% de reducción desde 2010, lo que representa un total de 6.370 millones y de 772 euros menos por niño. Frente al 2,2% del PIB, media de la Unión Europea, nuestra inversión pública en políticas de protección social de la infancia solo representa el 1,4% de nuestro producto interior bruto y, además, con serios problemas de capacidad y eficacia: aunque resulte increíble, pero es cierto, España es, después de Grecia, el país de la Unión Europea que menos reduce la pobreza infantil. A medio plazo, podríamos ser, si no ponemos remedio, un país con menos niños y cada vez más desigual y, precisamente por ello, una sociedad sin porvenir ni esperanza.

Cuando se cumple el 25 aniversario de la Convención de los Derechos del Niño, el Comité Español de Unicef ha propuesto a la sociedad española sumarse a un pacto de Estado por la infancia, un instrumento que blinde formalmente los derechos de los niños más allá de los vaivenes políticos y electorales y refuerce socialmente el papel que los menores deben jugar en el inmediato futuro, que es tan nuestro como suyo. Un pacto que es un proyecto y una responsabilidad común y en el que todos debemos involucrarnos: los propios niños y niñas, las familias, las empresas, las instituciones de toda índole, las fuerzas políticas y sindicales, las Administraciones públicas, las organizaciones sociales, ONG y, sobre todo, los ciudadanos. Un gran acuerdo que no solo legalice y refuerce el papel de la infancia sino que, sobre todo, nos legitime como personas y como sociedad.

Un pacto por el futuro, por la inclusión social de la infancia, por la lucha contra la pobreza y por una educación de calidad que garantice la igualdad de oportunidades. Un pacto basado en el diálogo sincero que incluya objetivos, indicadores y todos los controles que fueren precisos, necesariamente coordinado y transparente, y abierto a la participación de los niños y niñas que, a la postre, son y serán sus protagonistas. Gracias a este pacto, la sociedad firmará consigo misma un nuevo y necesario contrato social por y para la infancia, el pacto que nos debemos, un pacto de todos y un pacto de cada uno, sabedores de que hay un horizonte ético de responsabilidad sin el cual la vida en común no tiene sentido.

Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.

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