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La reputación de España transita en una paradoja. ¿Imaginan qué se habría pensado de alguien que solo dos décadas atrás hubiera vaticinado nuestro futuro en estos términos: “Algún día no muy lejano una marca española dominará el retail textil. Otra empresa española será la dueña de la mayor operadora de telefonía móvil del Reino Unido y además tendrá una posición dominante en muchos países de Latinoamérica.

Otras empresas españolas estarán a la cabeza del negocio de la construcción y gestión de infraestructuras viales, incluso en mercados tan competitivos con el estadounidense. Llegaremos a tener el banco comercial más rentable del mundo y otros adquirirán algunas de las instituciones financieras más señeras a este y al otro lado del Atlántico. También seremos líderes mundiales en generación de energía verde y nuestras empresas serán la inspiración ecologista de una carismático presidente de los EE UU. Además, conseguiremos muchos más beneficios allende que aquende nuestras fronteras”?

 Con toda seguridad el susodicho terminaría sus días arrinconado en un manicomio. Sin embargo, ésa es nuestra realidad. O, para ser más precisos, nuestra paradójica realidad. El prestigio de nuestras empresas, su buena reputación en cada uno de los sectores en que operan, su innovación y liderazgo, curiosamente, no contagian la marca de nuestro país, como sí Armani a Italia, Nokia a Finlandia, Ikea a Suecia o BMW a Alemania. Que a buena parte de nuestras empresas más internacionales no se les identifique con España no debería conducirnos a la desesperanza. Simplemente se constata que construir una marca-país no es una tarea fácil (más bien, todo lo contrario) y que los vasos comunicantes públicos-privados no funcionan cómo nos gustaría que lo hicieran.

El remedio ante esta tesitura pasa, por lo general, por aumentar tan estratosférica como estrambóticamente la inversión publicitaria o por apostar nuestro futuro a megaeventos que garanticen el interés mediático del país (unas Olimpiadas, unos Mundiales de fútbol, etc.). Y en momentos de crisis presupuestarias como el actual, llamar a rebato para levantar con el esfuerzo de todos nuestra maltrecha –e incomprendida– imagen. Rara vez, el remedio pasa por aunar el compromiso de todos los agentes involucrados en la marca-país sobre la base de una planificación estratégica que sume esfuerzos público-privados. Así las cosas, es lícito preguntarse si la “marca España” es un activo para las empresas españolas o si, por el contrario, representa un hándicap para ellas. A fin de cuentas, y a pesar de todos los pesares, se nos sigue admirando por muchas cosas –hace no tanto incluso por nuestro Estado del bienestar–, pero no por nuestras empresas y marcas. ¿Por qué se produce esta disociación entre nuestro país y nuestras empresas? ¿Hay una respuesta satisfactoria a la paradoja de nuestra marca-país?

Veamos las posibles hipótesis de la paradoja española, de esta disociación entre la reputación de nuestro país y la realidad de nuestra economía internacionalizada y nuestras exitosas empresas. Una: tenemos empresas y marcas grandes, conocidas e internacionales, pero no son admiradas. Dos: tenemos empresas y marcas grandes conocidas e internacionales que sí son admiradas, pero que no se identifican con España. Tres: tenemos empresas grandes, internacionales, pero desconocidas por el gran público fuera de nuestro país. Y cuatro: no tenemos empresas y marcas importantes al nivel que se esperaría de un país como el nuestro.

¿Cuál de estas cuatro hipótesis es la más factible? Una combinación de todas ellas. En primer lugar, los sectores en los que más destacan nuestras empresas no son precisamente los mejor valorados por la población general (salvo retail): banca, telecomunicaciones, utilities, etc. En segundo lugar, es una evidencia empírica que algunas exitosas marcas españolas no se asocian con nuestro país: ¿qué porcentaje de los compradores japoneses saben que Zara es una marca española? En tercer lugar, existe un desconocimiento, más o menos general, sobre la identidad –y mucho más sobre su nacionalidad– de las empresas de sectores industriales o de gestión de infraestructuras, en las que varias empresas españolas son líderes mundiales. Y en cuarto y último lugar, carecemos por desgracia de una marca global que se identifique con nuestro país, como algunas de las referidas más arriba.

¿Estamos en condiciones de superar la paradoja española? Ha llegado la hora de actuar, de promover una iniciativa coordinada público-privada y de otras instituciones de la sociedad civil para desarrollar la “marca España” y fortalecer el tan denostado últimamente “made in Spain”. Sin duda, se puede capitalizar la buena imagen de España, que la tiene a pesar de todos nuestros pesares, como recientemente puso de manifiesto el informe Country RepTrak™ 2012, para apoyar nuestros productos y servicios. Pero ante todo hay que desarrollar un posicionamiento común para nuestro país que aporte un mensaje diferenciador y positivo alrededor del cual las instituciones y empresas españolas construyan su propia comunicación, aportando coherencia y consistencia hasta ocupar un espacio definido en la mente de los consumidores de otros países.

España está ante el reto de formular una nueva visión de su marca-país. De cómo seamos capaces entre todos de afrontar este reto va a depender, en buena medida, que recuperemos la senda del crecimiento y del bienestar, y que ocupemos el lugar que nos corresponde, por realidad y potencialidades, en la Economía de la Reputación.

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