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En estos últimos días se ha levantado un debate sobre la importancia de la Reputación Corporativa para las empresas. El padre de la polémica ha sido Schumpeter, que ha publicado un artículo en The Economist titulado Las empresas no deberían preocuparse tanto de su reputación. La tesis fundamental de Schumpeter es que “la mejor estrategia es pensar menos en gestionar tu reputación y concentrarte más en proporcionar a tus clientes los mejores productos y servicios que puedas”, porque “si se hacen bien las cosas, los clientes dirán cosas estupendas de tus productos”.

Y, ya puestos, Schumpeter aprovecha para criticar el hecho de que la gestión de la reputación parece repartirse “entre los especialistas de comunicación y las relaciones públicas (que buscan los mejores titulares) y los gestores de la responsabilidad social corporativa (que tienen como objetivo mejorar el mundo y que además se les agradezca)”.

Leído así, estoy de acuerdo con Schumpeter. La reputación de una compañía, como la de una persona, se construye con hechos, no con palabras. Y, por regla general, lo que mejor habla de una empresa es su oferta de productos y servicios. Así se ha construido la reputación de las grandes marcas en el tiempo: con su oferta de productos y servicios.

Sin embargo no puedo estar de acuerdo con línea argumental que hay detrás del artículo de Schumpeter, que no es otra que equiparar Reputación a “Fancy Marketing” a Comunicación y a Relaciones Públicas. No será la primera, ni la última vez, que autores y gestores de empresa piensan que la “verdadera” gestión de la empresa y el manejo de la comunicación son dos mundos paralelos. Sencillamente, no se dan cuenta que la reputación de una empresa (y de una persona) es la suma de lo que hace, de sus hechos, (la gestión) y de lo que dice (la comunicación). Sencillamente, no se dan cuenta de que no hay política de comunicación  que pueda soportar una mala gestión. Y al contrario: es complicado poner en valor una buena gestión sin una comunicación cuidada. Recuerdo un día que, comentando un patrocinio vinculado a la cultura, un alto cargo de una empresa me dijo: “Eso está bien para la reputación, pero lo que importa es la calidad del servicio”. Para esta persona, como para Schumpeter, reputación y gestión son dos mundos paralelos, no conectados entre sí.

¿Por qué Schumpeter, identifica reputación con comunicación y “fancy marketing”? Porque, como tantos, autores y gestores, simplifica conceptos complejos y es víctima de lo que técnicamente se conoce como “Efecto Halo”. El “Efecto Halo”, descrito por el psicólogo Edward Lee Thorndike  (1874-1949), se refiere a la tendencia natural que tenemos todos los seres humanos de formarnos una opinión sobre una persona (en este caso, sobre un concepto) en función de un rasgo de su personalidad que sobresalga o destaque especialmente sobre todos los demás.

El problema es que  la reputación es un concepto complejo quienes nos ocupamos de estas cosas, quizá hayamos abusado de enfatizar los más accesorios en lugar de los más sustanciales.

Me explico. Sin ánimo de dar una teórica, merece la pena recordar que la reputación es la percepción que se tiene de una empresa que se construye por su comportamiento en siete dimensiones, que además, no pesan todas igual en la mente del consumidor. Del estudio de estas variables en ocho países de Europa y América los constructores de la reputación y su ponderación son éstos: la oferta de productos o servicios (que pesa en torno a un 30.7%); ser un buen lugar para trabajar (pesa un 14,8%); la integridad de su comportamiento (pesa un 13,2); la calidad de su gestión (pesa un 11,4); la capacidad innovadora (pesa un 10,7%); su impacto positivo en la sociedad (pesa un 10%); y sus resultados financieros (pesan un 9,5%). Estos siete factores, además de tener diferentes ponderaciones, se comportan de forma piramidal: la base de todo es la oferta de productos o servicios; el segundo nivel es la integridad de la empresa (el cumplimiento de sus promesas y el comportamiento ético); y para terminar, todos los demás atributos van en un tercer escalón.

Siendo así, ¿por qué este efecto halo? Porque me temo que los responsables del “negocio” y los de “comunicación / reputacion” normalmente han (hemos) vivido en dos mundos paralelos. Por regla general, unos y otros hablan (hablamos) lenguajes distintos. Por una parte, los primeros (el negocio) viven bajo la presión de los resultados a corto plazo y toda su obsesión suele ser la venta a corto ni en aquello que no impacte directamente en la cuenta de resultados.  Por otra, los segundos, (los de los intangibles) ponemos foco en el medio/largo para mantener abiertos puentes de relación con los “otros” stakeholders, los que no son clientes (empleados, accionistas, medios, sociedad civil, ect)

¿Cual es la conclusión? Pues que, al final, con el objetivo de “cada uno hacer su trabajo”, o de “mantener el statu quo, las dos partes (gestores y comunicadores) viven “de facto” en mundos paralelos y no se vinculan unos con otros. El reto está en superar esta situación, en comprender que el consumidor no tiene más que un único cerebro y que en él solo cabe una cosa: la empresa como un todo, no trocitos de ella que funcionan de forma independiente y que todo está directamente relacionado. El cómo hacerlo y superarlo… en un próximo post.

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