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Hoy en día, si algo nos repetimos los unos a los otros es que tenemos problemas. Muchos. Problemas de todo tipo. Personales, por supuesto. Pero también organizativos, políticos, sociales. ¿Y qué problema tenemos con los problemas? Pues que ante los problemas de todo tipo que se nos van multiplicando vertiginosamente lo que queremos es... solucionarlos.


¿Cuáles son los supuestos de este planteamiento? ¿Cuáles son las creencias y los patrones mentales que refuerza? En primer lugar, que la definición del problema no depende de nosotros, sino que nos viene dada. En segundo lugar, que el problema tiene una solución, y, sobre todo, que esta solución ya la sabe o puede saber alguien con autoridad y/o conocimientos suficientes sobre la materia. En tercer lugar, que los problemas pueden ser sencillos o complejos, fáciles o difíciles, pero que lo relevante para poder resolverlos es disponer previamente de todos los datos necesarios. Y, en cuarto lugar, que encontrar la solución es acabar con el problema.Y qué hemos de querer, si no, me diréis. Vísteme despacio que tengo prisa, porque la cuestión conecta directamente con uno de los sutiles aprendizajes que arrastramos profundamente (y, a menudo, inconscientemente) arraigados desde nuestros tiempos escolares. Que cuál es ese aprendizaje? Pues la creencia de que ante un problema de lo que se trata es de darle solución. ¿Cómo obteníamos buenas notas en la escuela y felicitaciones en casa? Pues cuando resolvíamos un problema o cuando, utilizando un lenguaje de ningún modo inocente, "encontrábamos" la solución o, incluso, la "adivinábamos".

¿Qué es lo que nos pasa hoy? Que los problemas organizativos, políticos y sociales que abordamos no se pueden afrontar desde estos supuestos. Vayamos por partes.

Hoy en día los verdaderos conflictos no se sitúan en la solución de los problemas, sino en la propia definición de dichos problemas. Antes de encontrar una buena respuesta hemos de hacernos una buena pregunta. Por eso tan a menudo es un error o una pérdida de tiempo precipitarse a resolverlos, cuando no hemos aclarado de qué se trata exactamente. Puede haber hechos que nos planteen problemas, pero estos hechos no siempre son propiamente el problema. Y ​​por eso a menudo limitarnos a dar una respuesta reactiva a los hechos que se nos plantean no resuelve casi nada: como máximo pospone su eterno retorno. Lo primero que debemos hacer ante un problema es desterrar esa actitud obediente y sumisa que hace que creamos que ya está definido, y que lo ha hecho alguien, sea persona, institución o abstracción (como por ejemplo los mercados o el sistema). Hemos de empezar a asumir que hemos de ser co-responsables en la definición de los problemas que queremos abordar. Si los problemas los define otro y nosotros nos convertimos en sus receptores, entonces ya jugaremos todo el partido en campo contrario.​​

Y esto nos lleva a la segunda cuestión. Si de algo podemos estar hoy seguros es que todo problema complejo tiene una solución rápida, sencilla, efectiva... y equivocada. Entre otras cosas porque damos por descontado que esa solución existe, y esperamos que alguien la tenga. Es más: creemos -necesitamos creer- que alguien la tiene o la ha de tener. Por eso la primera reacción ante un problema no resuelto es buscar culpables, lo que garantiza la descarga emocional pero que no suele arreglar nada. Además, como en aquellos exámenes de la escuela donde nos planteaban varios problemas (uno tras otro), seguimos creyendo que cada problema que tenemos está separado del resto y se resuelve bien o mal independientemente de cómo se resuelvan los demás. Atendemos al problema, pero no al sistema en el que el problema está inscrito. Y con una mentalidad mecanicista y lineal damos por hecho que si lo hacemos bien y usamos los instrumentos adecuados, la solución está garantizada. Y el caso es que hoy nos enfrentamos con problemas complejos cuya solución depende de quién y cómo participa tanto en su definición, como en su enfoque como en el proceso de resolverlo. Problemas que, por lo mismo, tienen o pueden tener varias soluciones plausibles... y no totalmente satisfactorias si sólo se tiene en cuenta uno de los diversos parámetros y/o actores involucrados.

Porque -y esto lo olvidamos a menudo- sólo con los datos no definiremos ni resolveremos bien los problemas. Sin informaciones adecuadas tampoco, claro. Pero, en cualquier caso, no sólo con datos. Porque en la definición y en la solución de los problemas organizativos, sociales y políticos que abordamos son tan relevantes los datos como los valores en los que los inscribimos, el sentido que les conferimos, el propósito que nos orienta o el horizonte hacia el que se proyecta. Hoy los problemas requieren una combinación de cálculos y razones, y calcular sin razonar o razonar sin calcular es la mejor garantía de entrar en un círculo de salida más que dudosa.

Lo que nos lleva al último punto: creer que solucionar un problema organizativo, social o político es acabar con él. Esto no tiene nada que ver con la sensación que tenemos a veces -con razón, hay que decirlo- de que los problemas se eternizan, porque es exactamente lo contrario: se eternizan porque sólo los consideramos resueltos si desaparecen. Algunos problemas no son simples piezas separadas e inconexas que vamos dejando atrás, sino componentes de procesos vitales en los que están -estamos- involucrados los humanos, tanto individualmente como colectivamente. Los problemas que tenemos siempre ocurren en un contexto y en el seno de un sistema, y conectan con dimensiones, parámetros y retos humanos estructurales y estructuradores. Abstraerlos del contexto y del sistema donde se producen es la mejor manera de confundir ser un experto con ser un vendedor de crecepelos y de ir directos al desastre. Olvidar que en los problemas organizativos, sociales y políticos hay componentes que conectan con determinadas cuestiones antropológicas impide entender que también estamos hablando de procesos persistentes, propios de la condición humana. Hay problemas con los que tenemos que aprender a convivir, porque en último término lo que ponen de relieve es que siempre estamos aprendiendo a ser más humanos, lo que no consiste simplemente en quitarnos de encima problemas.

A diferencia de lo que aprendimos en la escuela, los problemas prácticos (repito: prácticos) que tenemos son también problemas de conciencia, de lucidez mental, de sentido. Einstein dijo que ningún problema puede resolverse en el mismo nivel de conciencia en el que se creó. Beck ya avisó del riesgo de vivir atrapados por conceptos o ideas zombies: conceptos o ideas ya fallecidos, hijos de otra época, que -auténticos muertos vivientes- sólo viven en nuestra cabeza de manera repetitiva y manteniéndonos prisioneros de un bucle mental que es pura repetición mecánica de mentalidades del pasado. Pero seguimos empeñados en reproducir formas de pensar y de proceder propias de una época que ya no existe simplemente porque en otros tiempos fueron útiles para resolver los problemas a las personas que les tocó vivirlos.

¿Y si consideráramos la posibilidad de que tenemos un problema previo a los problemas organizativos, políticos o sociales? Un problema que es nuestro: de conciencia, mentalidad y actitudes.


www.josepmlozano.cat

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