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Ya han pasado algo más de tres meses desde que las autoridades sanitarias de Alemania se rindieron a lo evidente: que el pepino español no era el causante de la intoxicación alimentaria por E.coli. Tiempo suficiente como para concluir algunas enseñanzas de este lamentable suceso.

En mi opinión, tres son las principales:

  • La parte acaba afectando al todo. Lo que comenzó por una discreta hortaliza terminó irradiando, directa o indirectamente, a otros muchos productos de su país de origen. El gentilicio "español" importó más que el sustantivo "pepino" y pronto la duda sobre la salubridad se extendió a otros vegetales (tomates, berenjenas…) y no sólo en Alemania, sino también en Austria, Finlandia, Rusia… La sicosis adquirió una dimensión paneuropea, poniendo en jaque a toda la industria hortofrutícola española. La crisis amenazaba con dañar –¿irreversiblemente?– los patrones de consumo y provocar la estigmatización de un alimento (el peino), una categoría de alimentos (las hortalizas) y de toda una industria (la hortofrutícola), de acuerdo con el baremo de daños formulado por el profesor Conor Carroll en su trabajo Avoiding Stigmatization of a Food Category: Consumers responses to food scare crisis.
  • Las prisas y las pausas no son buenas estrategias. A la vista del culpable de la intoxicación, que no fue nuestro pepino sino su soja germinada, no hay duda alguna de que las autoridades sanitarias de Alemania se precipitaron en el veredicto. Alemania violó protocolos diseñados ex profeso para este tipo de contingencias sanitarias, menospreció la ruta de trazabilidad del presunto causante de la intoxicación, obvió cualquier consulta con las autoridades homólogas de nuestro país… Todo el entramado operativo levantado para aportar credibilidad y seguridad a los  consumidores europeos afectados por una crisis alimentaria cayó por su propio peso. España, por su parte, adoptó una actitud de prudente espera, sin prever en ningún momento las consecuencias que para la reputación de nuestra imagen internacional y en particular de nuestra industria hortofrutícola podía tener "la crisis de los pepinos" (y este punto cabe suponer que la Administración española si es consciente del valor añadido que el "Made in Spain"/"Product from Spain" supone para la industria hortofrutícola, a diferencia de la mayoría del resto de nuestras industrias como no hace mucho confesaba en una esclarecedora entrevista en el suplemento Mercados del diario El Mundo [10 de julio de 2011] Alfredo Bonet, secretario de Estado de Comercio Exterior). Nuestras autoridades sólo mostraron un atisbo de reacción cuando las patronales afectadas pusieron encima de la mesa los cientos de millones de Euros y miles de empleos perdidos. Tímida reacción, tardía e insuficiente. Y en todo caso, poco consistente, además, con los datos de que disponemos sobre la fortaleza de la marca España, en la que la variable "Calidad de los productos y servicios españoles" es una de nuestras principales debilidades, como recientemente puso de manifiesto el estudio La reputación de España en el mundo, elaborado por Reputación Institute.
  • Encontrar un punto de equilibrio entre la necesaria prevención y la información a la opinión pública es vital en las crisis alimentarias. En cualquier crisis, y con independencia de su naturaleza, las dos cuestiones prioritarias son atender a los afectados y detectar la causa que la ha provocado. Alemania erró en la gestión de ambas prioridades. No atendió adecuadamente a los afectados. Sí a un grupo, a aquéllos que precisaron atención sanitaria, pero no al resto, el conjunto de los ciudadanos alemanes, potenciales consumidores de pepino o de lo que causara la intoxicación, que siguieron expuestos al peligro. Tampoco supo detectar, a tiempo y con exactitud, el foco de la infección, con lo que retroalimentó el fracaso de la primera prioridad. Más aún, la exigencia de informar a la opinión pública –pues de lo contrario el colapso en la esfera de la gestión pública hubiera estado servido–, unida al hecho de que el goteo de afectados y fallecidos por E.coli aumentaba sin cesar (y no sólo en Alemania) y las dudas de los medios germanos sobre la verdadera identidad del agente causante, terminaron por generar una desinformación y desconfianza galopantes que, a su vez, incrementaron la percepción de riesgo. Es evidente que ante una crisis alimentaria, que golpea sobre la más básica de las necesidades humanas, las posibilidades de maniobra se reducen notablemente, pero no lo es menos que Alemania actuó de manera negligente. Ni supo ni pudo encontrar el necesario punto de equilibrio entre la prevención y la información.

¿Qué podemos aprender de la gestión de esta crisis para otras similares en el futuro? Aún es pronto. Todavía tendrá que pasar algún tiempo hasta que se sepan todos sus detalles. De entrada, la Unión Europea debería tomar buena nota –y corregirlos– los desajustes que se han producido en su propia normativa, así como el grado de libertad con que Alemania se ha manejado en este asunto.

En todo caso, no estaría de más una profunda reflexión en torno a los cinco factores que, en opinión del profesor Conor Carroll y de su trabajo citado, siempre han estado presentes en todas las gestiones de éxito de una crisis alimentaria. Éstos son:

  • Máxima transparencia: hay que ganar la batalla de la credibilidad en la opinión pública.
  • Trazabilidad: hay que establecer con total claridad la causa de la intoxicación, como se extendió y quiénes son los responsables.
  • Responder a las preocupaciones de cada stakeholder: cada grupo de interés plantea una expectativa diferente y los mensajes tienen que ser consistentes con cada una de éstas.
  • Recuperar el espacio público: una crisis alimentaria siempre conlleva la retirada de productos del mercado. Prolongar esta situación no es un indicador de que la crisis se ha resuelto, sino de que se está agravando.
  • Seguimiento y control: una buena gestión implica generar nuevos procesos, controles y protocolos que eviten caer en los errores del pasado.
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