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Sostienen los convencidos (y yo lo soy) que la llamada responsabilidad social de la empresa (RSE) no sólo es un fenómeno positivo para la sociedad, sino también para la empresa. Por muchas razones, pero muy especialmente porque la adopción integral de la filosofía de la RSE, si se implementa bien, fortalece la gestión general de la empresa. Razón por la que, sostienen también los convencidos, la RSE contribuye a la construcción de empresas mejores en todos los sentidos del término. Moralmente mejores y mejores para la sociedad, pero mejores también en un sentido económico: mejor gestionadas, con mayor potencial de calidad y de innovación, más eficientes,  mejor pertrechadas para aprovechar ventajas competitivas diferenciales, más aptas para generar valor sostenido en el tiempo…

Lamentablemente, la lucidez, aunque importa no poco, no basta  para erradicar comportamientos irresponsables ni, desde luego, para estimular todo lo posible la responsabilidad de las empresas. Como la evidencia muestra, es imprescindible también la presión, tanto pública como de la sociedad civil.

Una presión, ésta última,  que se puede, y se debe, canalizar por diferentes vías, pero particularmente a través de las múltiples modalidades existentes de organizaciones cívicas: sindicatos, ONG, asociaciones de todo tipo, agrupaciones de consumidores y vecinales, plataformas de defensa de los Derechos Humanos… Organizaciones que trabajan por el bien común o de amplios colectivos sociales y para las que resulta perfectamente coherente la preocupación por los impactos de todo tipo que las empresas generan en la sociedad: tanto para evitar o mitigar todo lo posible las malas prácticas empresariales como para fomentar, impulsar y reconocer los buenos comportamientos y, en definitiva, para extender la RSE. Una extensión que no sólo reduce el coste social de las externalidades negativas de las empresas e impulsa sus contribuciones positivas a la sociedad, sino que fortalece la calidad del tejido empresarial y con ello la competitividad y la capacidad de crecimiento y desarrollo de las economías nacionales. Adela Cortina lo ha sintetizado con su habitual precisión: “una sociedad con buenas empresas es una sociedad mejor”.  

Por eso es tan importante que la sociedad se dote de la mayor capacidad posible para exigir responsabilidad a las empresas. Algo que depende de su nivel de formación y de consciencia (del nivel de desarrollo integral), pero también, y poderosamente, de la calidad y densidad de su tejido cívico, de su grado de vertebración: de la disponibilidad de plataformas adecuadas para consolidar y consensuar la exigencia y de canales adecuados para plantearla de forma eficaz. En definitiva, de la calidad y densidad de su capacidad asociativa: de su corresponsabilidad práctica. Sin ella, difícilmente progresa la responsabilidad empresarial.  Como ha escrito Joan Subirats, “aquellas sociedades que disponen de mayor solidez  y tradición asociativa,  que han ido densificando su tejido civil…resultan ser las sociedades que  mejor pueden responder a los nuevos retos, a las nuevas exigencias  y a los nuevos problemas”. Y también, desde luego, a los problemas que plantean los impactos sobre la sociedad de las actuaciones empresariales (y muy especialmente los de las grandes empresas).  

Y por eso, también, pueden ser tan importantes para el avance RSE (y, por tanto, para la mejora de las empresas) todas estas organizaciones: hasta el punto de que una de las más eficaces políticas públicas para fomentar la RSE puede radicar precisamente en el estímulo y apoyo de este tipo de organizaciones, y sobre todo de las más directamente dedicadas a labores de escrutinio, presión y exigencia a las empresas. Entre otras razones, porque constituyen poderes compensadores esenciales del casi omnímodo poder de las grandes empresas: poderes no sólo imprescindibles para la defensa de los (maltratados) derechos de los ciudadanos, sino también necesarios para consolidar mercados menos desiguales: con menores diferencias de poder de negociación y, por tanto, más eficientes (con competencia  menos imperfecta). Básicos, en definitiva,  para el mejor funcionamiento del mercado.  

Por eso, sostienen también los convencidos (y yo lo soy) que las organizaciones cívicas, como la RSE, no son sólo fundamentales para una sociedad fuerte y autónoma, sino también para una economía más dinámica, más equilibrada, más justa y mejor.
    

(*) El presente artículo ha sido publicado previamente en la revista  Economía 3, mayo de 2011, y es una síntesis de la intervención del autor en el XX Seminario Permanente de Ética Económica y Empresarial de la Fundación ÉTNOR, con el título de Empresas y organizaciones cívicas: una interacción fecunda (Valencia, 9 de marzo de 2011).
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